10 dic 2012

Aturdimiento


Me parecía que aquella tarde no llegaba el final de mi jornada. Todavía faltaba media hora y ya estaba haciendo el repaso, rápido esta vez, a las últimas faenas de la tarde para dejar a los caballos atendidos hasta el día siguiente. En otro tiempo lo habría hecho con todo tipo de detalles. Revisión del estado del caballo, pienso, heno, agua. Esta vez únicamente lo esencial. Me duché para ponerme después los vaqueros desgastados, la camiseta blanca y la cazadora, ya raída por el tiempo, de cuero negro. Salí de la hípica sin  mirar nada más.

Todo ese rencor por todo lo que había sido mi vida, por mi propia necedad, hacía que sintiese mucho dolor y que no me importase nada más. Seguramente ya hacía mucho tiempo que todo lo demás había dejado de importarme. Ya sentía que todo había acabado. Lo que antes había sido esfuerzo y ponerme en el lugar de todos, incluso de los caballos, se había vuelto apatía y dejadez. Sólo quería olvidar  mi dolor. Me estaría volviendo egoísta.

Elegí un bar que recordaba era tranquilo. Estaba situado a orillas del lago. Cuando me senté en aquel taburete lo único que quería era que me dejasen a solas con  mi abatimiento. Quería olvidarme de todo rastro del dolor que sentía. Esas copas me llevarían a ese estado de aturdimiento y adormecimiento que me haría lograr ese olvido.

No había comido, salvo las tres cucharadas de la horrible carne con patatas de la cantina, y el primer bourbon con cola me fue directamente a la cabeza. En cada trago iba imaginando como ese alcohol iba ahogando cada uno de las sensaciones nerviosas que me creaban ese dolor. Dolor que no se acababa de ir por muy rápido que los tragos se sucedían. No había terminado todavía con la primera copa y ya me era necesario pedir una segunda.

¿Cómo podía haberme pasado todo eso con María? La había querido con toda mi alma y con todo lo demás. ¿Por qué se había largado dando más importancia a su idea del no compromiso?  y sobre todo ¿Por qué ahora quería hacerme sentir a mí el culpable? Estaba convencido que su marido no la podía querer más de lo que yo la había podido querer. ¿Por qué las mujeres acaban siendo tan superficiales? María no había sido la única. Antes hubo otras, pocas, tan hipócritas y egoístas como ella.

El camarero puso la segunda copa con un gesto, parecía estar leyendo todos mis pensamientos, de comprensión. Debía notarse que me hacía falta. Allí estaba yo con todos mis años, atrapado en una vida que ya no me importaba nada. Ni me sentía con fuerzas para cambiar. Cambio que exigía mucho esfuerzo para una persona tan hastiada y abatida como lo estaba yo. Me sentía como ese caballo viejo o enfermo que cuando ya no sirve se deshacen de él. Así me sentía yo, abandonado y dispuesto para el matadero.

Las copas ya estaban logrando algo del efecto que quería conseguir. Mi atención estaba dejando a un lado ese dolor. Ello me sirvió para echar un vistazo a través del espejo que había frente a mí. Todos en el local estaban emparejados, salvo alguien al fondo del local. Yo quería estar solo. Sabía que eso era malo, hasta los caballos siempre buscan compañía. Si la soledad es mala para los caballos lo tenía que ser también para mí. Pero no me importaba. Yo ya no merecía la pena para nadie.

Bebí otro trago pensando que era una persona gorda, confundida y terriblemente solitaria.

En ese momento tuve la sensación, no sé si el efecto del alcohol estaba yendo demasiado lejos, que alguien me observaba. Miré de nuevo al espejo y vi como la persona del fondo del local parecía estar dirigiendo su atención hacía mí. Ahora me fijé un poco más y vi que era una mujer, aparentemente, algo más joven que yo. De pronto se levantó y pareció dirigirse hacía mí. Resultaba agradable a la vista. Pasó por mi lado sin detenerse pero haciendo una leve pausa para dirigirme una mirada, lo sentí así, con cierto tono de complicidad. No entendía muy bien pero yo estaba allí para olvidar. No pensé mucho en eso y tomé mi vaso para con un trago largo terminar mi copa.
Pensé por un momento en pedir una tercera copa. Deseché la idea pues a la mañana siguiente había que madrugar. Pagué, me levanté.

Para sentirme un poco contento pensé que acababa de prevenir otro fracaso sentimental.



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